. Dominique de Villepin. Le soleil noir de la puissance 1796-1807. Paris: Perrin, 2007 (568 páginas)
Por Agustín Mackinlay (*)
Mi antepasada Fanny Reed escribe en sus memorias que fue recibida en Londres por el primer ministro, el Duque de Wellington. El vencedor de Waterloo la trató, con gran cortesía, de "my dear cousin" [1]. Desde que leí esa frase, la utilizo (en broma) contra mis amigos admiradores de Napoleón. Bromas aparte, el problema del bonapartismo es real. Según La Nación, el ex-primer ministro español Felipe González sostiene que no hay más derecha e izquierda, sino bonapartistas y modernos. ¡Excelente definición! Siempre sostuve que los Sres. Menem y Kirchner tienen mucho en común. Ambos se nutren del sueño de Bonaparte: controlar todo, desde la justicia hasta la prensa, pasando por las provincias y el Congreso. Ambos son admiradores del auto-proclamado emperador francés. Por esta razón, y por muchas otras, saludo con entusiasmo la publicación de este nuevo libro del ex-primer ministro francés Dominque de Villepin. En 2001, el Sr. de Villepin publicó Les Cent-Jours ou l'Esprit de sacrifice, un libro sobre los "Cien días" de Napoleón (desde el regreso de Napoleón de la isla de Elba hasta su derrota a manos del "dear cousin" de mi antepasada). Les Cent-Jours es un libro extraño porque el propio autor declara su ausencia de fe en "la religión de los hechos", y emprende un relato emocional sobre las supuestas proezas de l'Aigle.
Pero las cosas, afortunadamente, han cambiado en los últimos siete años. Como primer ministro de Jacques Chirac, Villepin ha sentido en carne propia lo que llama la "soledad del poder"; su fallida reforma del mercado laboral le costó toda esperanza de enfrentarse al mini-Napoleón Sarkozy para el cargo de Presidente. En Le soleil noir de la puissance 1796-1807, desaparece —como por arte de magia— la emoción del admirador incondicional. Todavía leemos, ici et là, alguna referencia nostálgica a l'Aigle. Pero el tono del nuevo libro es completamente diferente. Villepin es ahora un implacable crítico del Emperador, que juzga responsable de notorios crímenes y de baños de sangre sin precedentes, todos llevados adelante por la inútil borrachera (ivresse) del poder. El nuevo libro es, como lo afirma el propio autor, un exact contrepoint del anterior — impresionante demostración de honestidad intelectual. En esta reseña voy a concentrarme sobre los principales puntos de este excelente volumen, a saber: (1) Cómo la debilidad del poder ejecutivo de la Revolución francesa desemboca en la anarquía, y en la inevitable solución autoritaria; (2) Cómo se va creando (y tolerando) el andamiaje del poder uni-personal; (3) Cómo se debilita el poder político con el gobierno despótico.
La debilidad del poder ejecutivo & la "anaciclosis" francesa
El gran debate constitucional, a partir de 1789, gira en torno a la naturaleza del poder ejecutivo. Más precisamente, una pregunta obsesiona (y divide) a los revolucionarios: ¿Debe Luis XVI tener poder de veto, absoluto o relativo, sobre la legislación? Si la respuesta es afirmativa, se mantiene la firmeza del poder ejecutivo, pero se pierde lo que los revolucionarios estiman la esencia del nuevo "contrato social": la soberanía única e indivisible, ejercida por el pueblo. Al final, Luis XVI obtiene un poder de veto limitado, pero le coeur n'y est pas. La desconfianza reina; el rey trata de escaparse. Cuando es guillotinado, en enero de 1793, la Revolución opta, sencillamente, por destruir el poder ejecutivo. ¿Pero es posible vivir sin poder ejecutivo? La guerra demuestra que no; se suspende la Constitución; el Comité de Salud Pública, liderado por Robespierre y Saint-Just, procede a la concentration du pouvoir [2]. Llega el Terror, pronto seguido del Gran Terror, hasta que el propio Robespierre termina en la guillotina, en una calurosa tarde de Thermidor (julio de 1794). El nuevo diagnóstico de los revolucionarios es correcto, pero solo en parte. A partir de 1795, el Directorio promueve l'équilibre des pouvoirs: el bi-cameralismo es visto como la solución a los inconvenientes del poder legislativo.
Pero el problema del poder ejecutivo persiste: el Directorio es un exécutif collégial (p. 15), formado por ... ¡cinco Directores! Villepin describe de manera magistral la esencia del poder ejecutivo compartido: ¡el caos! Cuando se reúnen los Directores, no pueden llegar a ningún tipo de acuerdo: "Les délibérations, comme le remarque Barras dans ses Mémoires, tournent au combat de gladiateurs dans l'arène" (p. 93). ¡Los miembros del Directorio se pelean entre sí como si fueran gladiadores! Reina un clima de "golpe de Estado permanente sobre fondo de corrupción" (p. 92). El 18 de Fructidor (4 septiembre 1797), miembros del Directorio decretan la anulación de más de 200 elecciones de diputados; muchos de ellos son deportados junto a un miembro del propio ... Directorio. Benjamin Constant nota: "Cette journée illégale eut l'effet que doit avoir toute journée illégale; toute confiance fut détruite entre les gouvernants et les gouvernés'' (pp. 93-94). Como bien observa Villepin, el problema de la construcción del poder ejecutivo refleja dos graves inconvenientes. En primer lugar, se interpone una cuestión doctrinaria imposible de resolver: la aplicación del concepto de soberanía del pueblo, "concept abstrait qui autorise tous les détournements et ne règle en rien les deux enjeux majeurs de l'organisation des pouvoirs et de la représentation'' (p. 15).
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El otro inconveniente es más prosaico, pero no menos grave: ¡faltan hombres! Faltan líderes con vocación de poder, pero confiables: "Le manque d'hommes se greffe sur l'inéficacité des institutions" (p. 50). ¡Claro que sí! Villepin constata con amargura el problema de revolucionarios como Brissot (el líder Girondino), Condorcet, Danton, y el propio Robespierre: "ils n'ont pas l'aura ni les capacités de leurs prédécesseurs" (p. 51). En este sentido, los estadounidenses tuvieron una suerte increíble, con nombre y apellido: George Washington. (Villepin menciona al pasar la ausencia de un Washington français, p. 126). El autor utiliza las frecuentes notas al pie de página para introducir los comentarios de una larga serie de escritores y analistas; contemporáneas o no, sus fuentes tienen todas una característica: ¡son francesas! (Se percibe un marcado desprecio por todo lo no-francés a lo largo del libro, como si Napoleón solo puede ser estudiado por locales). Desde este punto de vista, uno de los libros que más dan ganas de leer es Du pouvoir exécutif (1792), de Jacques Necker, el ex-ministro de Luis XVI (está disponible por internet en el magnífico sitio web de la Bibliothèque Nationale de France). Justamente, Necker plantea el caso Washington: cómo lograr que el ciudadano se acerque a los poderes del Estado — sin descuidar la necesaria firmeza del ejecutivo. Necker, agrega Villepin, no cree en las posibilidades del Directorio, y anuncia los próximos golpes de Estado ...*
En uno de los documentos más notables de la Revolución de Norteamerica (obviamente no citado por Villepin), leemos: "The disorders and miseries ... gradually incline the minds of men to seek security and repose in the absolute power of an Individual" [3]. Y esto es precisamente lo que sucede en Francia hacia 1797. La gente se cansa de tanto desorden y golpes de Estado, de tantos cambios de régimen, moneda, calendario, precios. Hábilmente, Napoleón percibe que el deseo de orden supera ahora largamente el deseo de libertad. Villepin describe los sentimientos del pays réel: "Paralizado por el miedo, lleno de asco, no cree más en la República, detesta a los políticos, esos 'perpetuos' que se niegan a abandonar el poder en nombre de la salvación pública, utilizada como pretexto para justificar todos los crímenes" (p. 39). Los Directores son vistos como "cinco chanchos vendidos". Hay en Francia un défaut absolu d'enthousiasme (p. 49); la gente comienza a odiar a los parlementaires vaniteux (p. 70). En otras palabras: ¡Que se vayan todos!Bonaparte y el poder ejecutivo
"Moi ou le chaos" — Napoléon.
Napoléon tiene un gran mérito: es uno de los primeros hombres de acción en percibir los graves inconvenientes derivados de la extrema debilidad del poder ejecutivo. Villepin desempolva la correspondencia entre el general de veintiseis años y el Directorio, en mayo de 1796, y encuentra esta joya: "Je crois très impolitique de diviser en deux l'armée d'Italie, il est également contraire aux intérêts de la république d'y mettre deux généraux différents" (p. 31). Es decir: los políticos de París parecen no comprender que las primeras hazañas militares del joven corso, obtenidas en Italia, obedecen (en buena medida) a su manejo discrecional de las fuerzas a su disposición. El resultado de compartir el mando, agrega Bonaparte, será ... perder Italia. Es la primera manifestación de Napoleón en el sentido de la indivisibilidad del poder ejecutivo. Un año y medio más tarde, en una carta al ministro de asuntos extranjeros Talleyrand, el general afirma que "los franceses aún somos muy ignorantes en la ciencia política moral. Aún no hemos definido lo que entendemos por poder ejecutivo, legislativo y judicial" (p. 95). Concluye la carta con un llamado a un exécutif puissant.
Sin embargo, esta misma percepción comporta un grave riesgo: el (necesario) fortalecimiento del poder ejecutivo puede ir ... demasiado lejos. Hacia finales de 1797, Villepin detecta las primeras señales de la exageración que terminará por hundir el sueño napoleónico; Bonaparte expone los rudimentos de su "programa" a diputados que vienen a visitarlo: concentración de la autoridad, marginalización de los parlamentarios, disminución de la libertad de prensa (p. 95). En diciembre de ese mismo año, lanza su primera advertencia a Europa, siempre disfrazada de liberté: "Cuando la felicidad del pueblo francés descanse sobre mejores fundamentos, toda Europa será libre". Pero el momento del nuevo golpe de Estado aún no ha llegado. Napoléon opta por embarcarse en la aventura de Egipto. (El episodio no es relevante desde el punto de vista institucional, pero vale la pena leer el relato de Villepin: el paso de Napoleón por países musulmanes se salda con miles de muertos, una inesperada "jihad" anti-francesa, una derrota naval contra los ingleses, y el cobarde abandono de sus tropas — todo cuidadosamente escondido por la máquina de propaganda que ya tiene montada en Francia).
La descripción del golpe de Estado de Brumario (noviembre de 1799) es sorprendente. Napoléon se comporta con gran torpeza; no habla bien en público; se desmaya y por momentos pone en peligro toda la empresa. La intervención de su hermano lo salva. El Consulado, que reemplaza al Directorio, está conducido inicialmente por un Triunvirato: Napoléon, Sieyès, Ducos. Estos últimos son rápidamente eliminados, y Bonaparte se transforma en Primer Cónsul en diciembre de 1799. De a poco logra su gran primer gran objetivo: la clara unidad y preponderancia del poder ejecutivo. El plebiscito, escandalosamente fraudulento (lo organiza Lucien), lo confirma en el poder. Los eventos de Brumaire llevan a Villepin a formular una tesis que no comparto. Según Villepin, los comienzos ilegítimos del nuevo régimen "condenan" a Napoleón a espectaculares actos futuros en busca de legitimidad: "Souillé à sa naissance, il est alors condamné à éblouir pour survivre" (p. 139). El autor se inspira en Benjamin Constant: "A partir de ahora, la ilegitimidad lo persiguirá como un fantasma" (p. 147). Creo que Villepin se hace ilusiones sobre los comienzos de los regímenes políticos. La propia Convención Federal de Filadelfia fue claramente ilegal y subversiva. Por algo Burke decía: "There is a sacred veil to be drawn over the beginnings of all government".
En otras palabras: el problema no está necesariamente en la legitimidad o ilegitimidad fundacional del régimen (Villepin habla de un coup d'Etat fondationnel). No son preguntas que se hicieron individuos como Guillermo el Conquistador, Guillermo de Orange, o Vladimir Putin, para dar un par de ejemplos. El problema está en la auto-limitación subsiguiente del poder: ahí nace la estabilidad de largo plazo de un régimen. Este punto marca la gran diferencia entre Napoléon Bonaparte y George Washington (el estadounidense muere pocas semanas después del golpe de Brumaire). Ambos líderes coinciden en muchos aspectos: necesidad de unidad y firmeza en el poder ejecutivo (¿será por su outlook militar?); comienzos ilegítimos; fenomenal ambición; enorme sed de gloria; importancia de la religión y de la moral (p. 211), etc. Pero la diferencia clave está en la capacidad de auto-control: de hierro en Washington, de papel en Bonaparte. Napoleón, dice Villepin, "es un egocéntrico integral, manejado tanto por su pasiones como por sus ideas ... es un ser de pasión" (pp. 170, 200). De esta capacidad de auto-contención deriva la respuesta a un interrogante clave: ¿Debe el poder ejecutivo absorber a los demás? No para Washington, sí para Napoleón, que afirma de manera equívoca: "Le pouvoir ne se partage pas".
Napoleón se toma un tiempo antes de iniciar su ofensiva en Europa. Según Villepin, los cuatro años entre Brumaire (finales de 1799) y el Imperio (1804) constituyen "el más bello período de nuestra historia" (p. 179). La Paz de Amiens, firmada con Gran Bretaña en 1802, aporta un bienvenido break de prosperidad económica. Noto que Villepin se refiere en general a l'Angleterre, no a Gran Bretaña: un clásico tanto en Napoleón como, mucho más tarde, en Charles de Gaulle. (Abundan, dicho sea de paso, las similitudes entre ambos militares: la propaganda tous azimuts, la politique de grandeur, el plebiscito sobre el poder ejecutivo, etc.) El Cónsul se dedica a la "reforma" institucional, que se parece más bien a un retorno a la monarquía del siglo XVIII — aunque mucho más eficiente. La idea es crear una sociedad "verticalizada", con funcionarios regionales (prefectos) directamente nombrados por París. Villepin lo repite una y otra vez: la idea explícita es deshacer los contre-pouvoirs (pp. 219, 243). Napoleón controla los nombramientos al Senado, limita el derecho de voto, y opta —en materia de organización judicial— por "claquer la porte à Montesquieu" (p. 223). Salvo los jueces de paz, todos los demás son directamente nombrados, promovidos y ... echados por él. El papel de los jurados —legado de Jefferson a la Revolución francesa— sufre una drástica disminución (Villepin no cita al respecto la excelente crítica de Tocqueville). La censura es completa: circulan muy pocos periódicos. Uno de ellos es Le Moniteur, convertido en diario oficial en el cual escribe el propio Napoleón.
El Código Civil merece una referencia aparte. Toda la cultura política "latina" siente fascinación por el Code Napoléon. "Mi verdadera gloria", dice Napoleón en Santa Helena, "no vendrá por las 40 batallas que gané; Waterloo borrará el recuerdo de tantas victorias. Lo que nada borrará, lo que vivirá eternamente, es mi código civil" (p. 233). En lo personal, nunca compartí el entusiasmo por el código. La excesiva codificación genera un sistema jurídico inflexible, poco abierto a la "cultura del precedente" — uno de los secretos de la independencia judicial. (Hay jueces argentinos que toleran robos porque no están codificados, como algunos delitos informáticos). Pero es el propio Villepin quien nos informa acerca del verdadero propósito del Código Civil: "Vaciar la representación parlamentaria de su razón de ser, aunque manteniéndola en su lugar para entretener la ilusión de la libertad" (p. 233). ¡Nada mal! Otro tema bien tratado es la deriva de la monarquía —en el sentido de Polibio— hacia la tiranía. El monarca tiene legitimidad: es el que pone fin a la anarquía. El tirano, en cambio, construye un "castillo de naipes" que se derrumbará junto a él (p. 247). Nada ilustra mejor el camino de la monarquía hacia la tiranía que la brusca reacción de Napoleón al atentado fallido (con explosivos) del 24 de diciembre de 1800: "¡Necesito sangre!" Sin la menor preocupación por la justicia, Bonaparte exige por lo menos una igual cantidad de guillotinados que de víctimas del atentado original. Y va un paso más allá: en febrero de 1801 crea 32 tribunales especiales, capacitados para juzgar civiles y militares sin jurados, sin derecho de apelar, etc.
Villepin habla de un "peligroso desliz autoritario, acompañado de un refuerzo de la policía secreta" a manos de Fouché. ¡Anaciclosis napoleónica! Llega un nuevo "apretón" a la prensa, que Napoleón considera "una amenaza temible" (p. 256). "Si le suelto la brida a la prensa, no aguanto tres meses en el poder" (p. 256). Un decreto de 1800 suprime 73 diarios; quedan solamente 13. Otro decreto de 1803 parece una broma de mal gusto: "Para asegurar la libertad de la prensa, ningún librero podrá vender una obra sin antes haberla presentado a una comisión de revisión" (p. 257). La gente no es idiota: el oficialista Moniteur Universel es conocido popularmente como Menteur Universel; un diario ultra-oficialista ve caer la cantidad de abonados de 60 mil a 30 mil en pocos años. Cuando obtiene el título de Cónsul Vitalicio, en 1802, Napoleón acelera la ofensiva contra las instituciones. Se trata, una vez más, de "suprimir todos los contra-poderes" (p. 262). El poder legislativo queda destruido: pierde el derecho de convocar las sesiones y el de proponer jueces y candidatos al Senado; todos son designados por el Cónsul, que ahora también nombra a los alcaldes y a todos los jueces. Como bien dice Villepin: "Hay un solo elector" (p. 268). En el Consejo de Ministros, nadie puede presentar iniciativas. El valiente Lafayette —cuyo hijo mayor se llama George Washington Lafayette— protesta en una carta dirigida a Napoléon por su "régimen arbitrario" (p. 267).
Un sistema de des-gobierno
Villepin describe con lujo de detalles (y citas) el gobierno del "nuevo César". Unidad de poder, verticalismo y centralización son los ejes de un sistema mucho más autoritario que el del propio Luis XIV (previsiblemente, el autor se refiere al Roi-Soleil). Pero mientras que Luis XIV estaba "limitado por la costumbre", Napoleón barre con todos estos frenos: "Autant de freins qui ont lâché" (p. 330). El lema de Luis XIV, nec pluribus impar, se cumple como nunca bajo Bonaparte. Villepin habla de monarchisation et personnalisation du pouvoir; no duda en referirse al "usurpador" que, de la noche a la mañana, decide multiplicar por 12 su retribución financiera personal (pasa de 500 mil a 6 millones de francos en 1803). Napoleón, dice el autor, desprecia al pueblo francés por su carácter servil y aprovecha para tomar la más audaz de todas sus decisiones: el 18 de mayo de 1804 se auto-declara Emperador de Francia. Villepin dedica páginas enteras de Le soleil noir de la puissance a los estragos causados la existencia de posiciones hereditarias en los máximos niveles del poder político: a cambio del título de Emperador, los senadores también reclaman posiciones hereditarias, clara señal de degeneración del régimen.
Cuando Napoleón declara el Imperio, Villepin nota con sorpresa que la Bolsa de París no festeja: le parece una "paradoja" (p. 302). Desde mi punto de vista, la reacción del mercado financiero es perfectamente lógica: confirma la relación, propuesta por Montesquieu cincuenta años antes, entre despotismo y costo del capital. La pomposa ceremonia de coronación aumenta el escepticismo de los franceses. Cada vez más ciudadanos expresan (en privado) dudas sobre el nuevo régimen: temen, como el autor de Discours sur le couronnement de Buonaparte, la inminente apertura de un nuevo ciclo de violencia política. El propio Necker, que consideraba a Napoleón como l'homme dont la France avait besoin —para re-establecer la autoridad del poder ejecutivo— lamenta la creciente "ausencia de ley" (p. 273). La ausencia de ley, justamente, queda puesta de manifiesto con el asesinato del duque de Enghien, bien tratado por Villepin. Pero el principal mérito del autor consiste en recordar la fragilidad intrínseca del régimen napoleónico. El punto es importante en términos de nuestra cultura política. En la Argentina, los políticos y la intelligentzia siguen perfectamente convencidos —a pesar de las repetidas lecciones de la historia— sobre la equivalenca entre "concentración de poder" y "solidez del poder".
Desde este punto de vista, merece destacarse el comentario de Villepin sobre el peso de facteurs strictement conjoncturels. Hacia 1804, la debilidad estructural del régimen napoleónico está "camuflada" por la coyuntura favorable. (Leo estas líneas y pienso en los Sres. Menem y "K", ambos favorecidos en su momento por espectaculares coyunturas, que interpretaron como situaciones permanentes). Villepin se concentra en una debilidad particular del régimen: el esprit de cour, que considera el "veneno y la plaga de las monarquías" y también "el virus que infecta a las nuevas élites antes de contagiar la sociedad entera" (pp. 329-331). Cuando prevalece el espíritu de corte, el poder se debilita porque —entre otras cosas— decae la calidad de la información que los cortesanos le hacen llegar al príncipe. ¡Nadie tiene interés en dar malas noticias! [Al respecto, podemos recordar: (a) el entorno del Sr. Menem, divulgando falsa información sobre el supuesto éxito de Buenos Aires como sede olímpica, para mantener así sus privilegios; (b) los disparates sobre la "infalibilidad" del Sr. "K", expresados por Juan M. Abal Medina en septiembre de 2006]. Villepin resume el problema de manera magistral: "Le mensonge est la rançon de l'absolutisme. Avec le temps, plus personne n'ose lui dire la vérité en face" (p. 338). ¡Nadie se atreve a decirle la verdad! No hay incentivos para que circule buena información en el entorno de Napoleón. Al final, ni la propia policía secreta le proporciona datos confiables.
Villepin concluye: "Al someter a los hombres, Napoleón contribuye a degradarlos y a transformarlos en mediocres, sin ideas ni iniciativa. El autoritarismo niega la originalidad y desincentiva la fidelidad. Muy pronto su entorno no comportará sino un grupo de incompetentes, o traidores potenciales" (p. 339). Cuando despide a Talleyrand en 1807, Napoleón pierde al último ministro capaz de moderarlo: solamente zonzos (des sots) accederán a altos cargos. (¿Suena conocido?) Los verdaderos amigos se van; quedan aduladores sin talento político. Napoleón pierde el sentido de la realidad: "No ve más al mundo tal como es, sino según su voluntad" (p. 507). Villepin dedica comentarios interesantes al impacto del régimen napoleónico sobre el pensamiento: "La censura y la esterilización del pensamiento han matado toda trascendencia y toda libertad de evaluar" (p. 304); "El Imperio genera una abrumadora recesión del pensamiento" (p. 487). ¡Esterilización del pensamiento! ¡Recesión del pensamiento! En enero de 1803, Napoleón disuelve la Academia de Ciencias Morales; en 1805 entran en vigor nuevas restricciones a la libertad de prensa: cada diario es controlado por un "censor". La censura termina por perjudicar al propio Emperador; una cita de George Sand lo ilustra: "Las alabanzas oficiales le han hecho más daño que veinte diarios hostiles" (p. 487).
Conclusión: las inesperadas bondades del enfoque
"Cela finira mal" — Louis-Léopold Boilly.
Le soleil noir de la puissance es una larga y detallada descripción del fatídico ciclo que se inicia con la debilidad del poder ejecutivo en la Revolución francesa. El golpe de Estado de 1799, pensado para arreglar el problema, crea otro aún mayor. En lugar de respetar el nuevo orden constitucional, Napoleón opta por destruir sistemáticamente los "contra-poderes" y por auto-declararse Emperador. Enceguecido por la coyuntura favorable, Bonaparte cae víctima de la intensidad de sus pasiones. El vocabulario de Villepin lo ilustra bien: "borrachera", "obsesión", y "ceguera" del poder; "enfermedad" y "religión" de la gloria; "vértigo" del triunfo, etc. La "ansiedad extrema" es el rasgo saliente de su personalidad. Tras la derrota de Trafalgar en 1805, Napoleón emprende la conquista de Europa Continental para "ahogar" a Gran Bretaña. Su sueño es la monarquía universal centrada en ... su propia persona. Pero los verdaderos "ahogados" son los pueblos de Europa, sometidos a las demandas del servicio militar, a los impuestazos constantes y a los efectos del embargo comercial.
Para alguien acostumbrado a tratar el problema del poder hiper-concentrado desde el punto de su impacto sobre el costo del capital, el libro aporta una bienvenida dosis de aire fresco. El verdadero problema del despotismo, concluye Villepin, no es la tasa de interés: es el espíritu de corte. Cuando la adulación reemplaza la emulación, decae la calidad de la información; huyen los individuos de talento; desaparece la creatividad; se esfuma la iniciativa. Desde este punto de vista, el libro recuerda los volúmenes de Michael Grant sobre los emperadores romanos. Analizando obras de arte en la Roma del siglo III, Grant observa que —en el instante en que la uniformidad reemplaza a la individualidad— la decadencia se acerca a pasos agigantados. Este es, según Dominique de Villepin, el verdadero problema Napoleón.
[1] Biography of Fanny von Schnorr, 1902 (manuscrito no editado). Según mi hermano Horacio —el que mejor conoce el asunto— Fanny era de una belleza espectacular. Nace en Irlanda, al igual que Arthur Wellesley, el duque de Wellington. Se casa con el suizo-austriaco Adolph (Dolphy) Grohmann, y tienen varios hijos, entre los cuales mi bisabuelo —por el lado de mi madre— Adolph Grohmann (h).
[2] P. 35. Villepin cita el comentario de Hippolyte Taine: "A la souveraineté du roi, le contrat social substitue la souveraineté du peuple. Mais la seconde est encore plus absolue que la première, et dans le couvent démocratique que Rousseau construit sur le modèle de Sparte et de Rome, l'individu n'est rien, l'Etat est tout" (p. 37, nota).
[3] George Washington: "Farewell Address", septiembre de 1796. Este documento es redactado inicialmente por James Madison en 1792; lo corrge Alexander Hamiton en 1796, y John Jay supervisa el resultado final. Son, naturalmente, los tres autores del Federalista.
(*) Publicado originalmente Mackinlay's, el 14 de abril de 2008.
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